Halloween ’86

El año es 1986. Un pequeño regordete de unos cinco años, con mejillas rollizas, incisivos algo prominentes y rizos dorados espera con emoción el momento del sábado en la noche en el que la televisión —le dice «la televisión» al televisor, y lo seguirá haciendo durante los próximos 30 años— dé paso a las imágenes de uno de sus héroes favoritos. No necesita mirar a la pantalla; las notas iniciales de la Obertura de Guillermo Tell le harán saber que el Llanero Solitario ya cabalga sobre su fiel corcel Plata, desenfundando su revolver plateado sin alejar la mirada de su objetivo, y disparando una tras otra las balas de plata por las que es tan temido por los forajidos del viejo oeste.
El pequeño regordete estudia al héroe en pantalla: sus palabras, sus gestos, sus movimientos. A diferencia del Llanero, nuestro querubín no sabe montar a caballo o disparar un arma, y carece del porte y carácter que intimidarían al mismo Butch Cavendish; nuestro pequeño protagonista no tiene la menor posibilidad de seguir los pasos de su héroe, y lo sabe. En cualquier otro momento lo aceptaría con resignación. En cualquier otro momento excepto Halloween.

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El año es 1986. Un rechoncho niño vuelve eufórico a casa después de una jornada de compras con su mamá en el Ley de la Bolivariana. En una de las bolsas viene el disfraz del Llanero Solitario que lucirá orgulloso en el colegio cuando llegue Halloween dentro de una o dos semanas.

Se lo quiere poner ya, pero obviamente no se lo va a poner ya. Sabe que tiene que esperar. Sabe que no se lo puede poner todavía. Sabe que tiene que ser paciente. Sabe que no se lo debe poner todavía. Sabe que el disfraz de Halloween es para Halloween, su nombre mismo lo indica. Sabe que no se lo dejan poner todavía que por más que se lo quiera poner antes no se lo puede poner antes porque es para Halloween y no le dan permiso porque lo daña. Sabe que si insiste mucho de pronto se lo puede poner y es solo un momentico solamente esta vez y yo tengo mucho cuidado con él y solamente quiero ver otra vez cómo me queda y le voy a mostrar a mis hermanas y apenas vean me lo quito y lo vuelvo a guardar por favor es solo un momentico de verdad por favor yo lo cuido mucho y falta muchísimo para Halloween porfa es que me estoy muriendo de las ganas y cómo no me van a dejar usar mi disfraz si es MI DISFRAZ y yo ya me mando solo y porfa no seas así dale sí?

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El año es 1986. Un Llanero Solitario rechoncho está parado afuera de la portería del edificio esperando el bus del colegio. Hoy salió más temprano que de costumbre; tal vez se despertó más temprano por la emoción, o se demoró menos en la ducha, o ponerse el enterizo de poliéster le tomó mucho menos tiempo del que le toma ponerse el uniforme del colegio. Espera inquieto el bus, subiendo y bajando de un muro bajito que separa el jardín vecino de la acera.

Mientras espera trata de acomodar nuevamente su antifaz. Está hecho de la misma tela elástica del disfraz, pero se ha deformado de tanto ponérselo desde que lo compró en el LEY (¿Vio? ¡Le dije que no se lo pusiera antes!). Los agujeros circulares para los ojos se han alargado dándole un aspecto achinado que le dificulta ver y le fastidia hasta para parpadear, pero no se puede quejar porque sabía que eso podía pasar.

Más que volar, el tiempo se arrastra y entre los segundos cada vez más lentos, una duda comienza a crecer.

TIC
¿Hoy sí era el día que había que ir disfrazado?
TOC
Claro que sí. Hoy es Halloween. Uno va disfrazado en Halloween, esa es la gracia de Halloween.
TIC
Uno va disfrazado para celebrar Halloween. ¿Y si la celebración de Halloween es otro día?
TOC
¿Ah?
TIC
El año pasado Halloween fuimos disfrazados un día diferente de Halloween. ¿Y si este año fue igual?
TOC
Pero ahorita pasó un bus de otro colegio y todos iban disfrazados.
TIC
También pasó un bus en que nadie iba disfrazado.
TOC
La circular que mandó la profe decía que era hoy.
TIC
¿Seguro?
TOC
No.
TIC
En cualquier instante vas a ver el bus girando en la esquina. Va a parar frente al edificio y todos los niños se van a pegar de las ventanillas –todos los niños con uniforme– para ver al idiota que creyó que hoy íbamos disfrazados y que se va a tener que aguantar todo el día el disfraz del Llanero Solitario.
TOC
Nunca había sido tan difícil pasar saliva.
TIC
Ya casi.
TOC
Jueputa.
TIC
No se nos va a olvidar nunca este ridículo. Lo sabes, ¿cierto?
TOC
Jueputa. Jueputa. Jueputa.
TIC
«El niño que fue disfrazado cuando no había que ir disfrazado». Todos los colegios de Medellín van a oír esa historia.
TOC
utajueputajueputajueputajueputa
TIC
¿Oíste eso? ¿Es el bus?
TOC
Hormigueo en las piernas.
TIC
Ya viene.
TOC
¿Y si me escondo? ¿Y si vuelvo a entrar a la casa y–
TIC TOC
No hay tiempo.
TICTOCTICTOC
Llegó.

💠💠💠

El año es 1.986. El Llanero Solitario jugó toda la mañana con Batman, el Zorro y un karateca con bigote de Fu Manchú pintado con lápiz de cejas. El antifaz es incómodo, entonces se lo baja al cuello a modo de pañoleta para que no se le pierda. El episodio de ansiedad de esta mañana ya es cosa del pasado y muy seguramente no lo va a recordar nunca más.


Aniversario

Un año ya sin ti, mi amigo del alma; mi compañero de mil batallas.

El 25 de diciembre cumplí un año sin fumar. Empecé a fumar en 1998; el 26 de junio fue la primera vez que probé el cigarrillo y el 23 de octubre la primera vez que compré una cajetilla. La mayoría de mis amigos fumaba desde hacía varios años pero nunca me presionaron para que fumara, nunca se burlaron ni me retaron a darle solo una fumadita a un cigarrillo para demostrar que era hombre o que pertenecía al grupo o que no era gallina.

A mis 17 años, con un grupo de amigos que fumaba desde los 14, yo era un no-fumador. Había algunos elementos del tabaquismo que me llamaban la atención: golpear un paquete o un cigarrillo individual en el lado del filtro, para asentar o comprimir el tabaco; el sonido de un encendor Zippo abriéndose; coger el paquete de Marlboro de mi tía Lucía cuando ella lo dejaba en la sala de mi abuelita, abrirlo y aspirar con fuerza para sentir el olor del tabaco rubio; Bruce Willis en Die Hard, fumando como si no fuera gran cosa mientras mataba terroristas europeos como si no fuera gran cosa.

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El caso es que empecé a fumar a los 17 años, cuando nadie —particularmente yo— creía que fuera a empezar a fumar. Me demoré solo un par de meses en alcanzar lo que sería mi promedio hasta hace un año: un paquete diario; 20 cigarrillos cada día, más cuando salía de fiesta o me quedaba despierto frente al computador hasta tarde jugando Age Of Empires o terminando trabajos de la universidad.

A lo largo de mi carrera de 16 años como fumador traté de dejarlo varias veces. La más exitosa fue cuando mi mamá me llevó donde un bioenergético semituerto que tenía su consultorio en Obelisco. Como parte del procedimiento, el tipo me hizo entregarle mis cigarrillos y mi candela, y más tarde sacó un cigarrillo light de un paquete de la repisa, lo prendió, se acercó a mí y me echó el humo en la cara un par de veces. «¿Ve como es de molesto? ¿Siente ese olor desagradable? Esa que siente ahora es la misma sensación de ahogo que va a sentir si intenta fumar nuevamente», me dijo con la cara ligeramente ladeada y mirándome fijamente con sus ojos asimétricos. A mí me pareció molesto, pero no porque me echara el humo en la cara sino porque se acercó mucho para hacerlo; por esa época yo fumaba Boston, un cigarrillo mucho más fuerte que el que él prendió, así que el olor fue casi imperceptible para mí (y en todo caso el olor a cigarrillo me ha gustado desde que empecé a fumar); sensación de ahogo tampoco hubo, pero no tuve corazón de interrumpirlo para decírselo. Me pegó unas pequeñas piedritas en la oreja, me mandó unas gotas y me despachó con una palmada en la espalda, felicitándome por haber dejado de fumar. Y efectivamente lo dejé. Pasé 9 meses sin fumar y subí más de 20 kilos; una noche de diciembre, borracho, le pedí un cigarrillo a un amigo con el argumento de que estaba «tan borracho que al día siguiente no me iba a acordar de que había fumado»; al día siguiente me acordé, una semana después repetí la hazaña y al cabo de un mes había vuelto a mi promedio de 20 cigarrillos y había rebajado 10 kilos.

Tuve un par de fracasos más desde eso (el seminario de hipnosis de Tony Kamo que me regaló mi hermana me ayudó a dejarlo por 4 días), pero finalmente me hice a la idea de que soy un fumador, igual que algunas personas son zurdas o diabéticas. Hace un año decidí nuevamente intentarlo. Aunque trato con todas mis fuerzas, no logro acordarme de los motivos que tuve para hacerlo, pero finalmente logré, no dejar de fumar, pero sí por lo menos parar de fumar.

Llevo un año sin fumar pero eso no quiere decir que haya dejado de hacerlo. Extraño al cigarrillo, extraño la sensación que me produce el humo al bajar por la garganta, extraño fumar viendo una película, o manejando, o después de comer, o mientras escucho algunas canciones en particular, o en la cama con la luz apagada. Me temo mucho que aunque sea capaz de pasar el resto de mi vida sin probar otro cigarrillo, siempre seré un fumador. A veces me consuela pensar que algún día, cuando ya esté muy viejo voy a poder volver a ponerme un cigarrillo en los labios, encenderlo y aspirar con fuerza el humo, con la tranquilidad del que no tiene ya nada qué perder. A veces me siento como Red, el personaje de Morgan Freeman en The Shawshank Redemption, después de que Andy Dufresne escapa de la prisión: ‘I guess I just miss my friend‘.


Chao, Daniel

El recuerdo empieza más o menos así: Llegué del colegio una tarde del ‘89 —pudo haber sido antes o después, a la mayoría de recuerdos de ese período les cuelgo la etiqueta del ‘89 para no complicarme— y encontré a Cristi, una de mis hermanas, sentada en un brazo del sofá frente al equipo de sonido de doble casetera que teníamos en la sala. Me miró con ojos muy vidriosos y los minutos —o segundos— que se demoró en recobrar el aire y ser capaz de hablar, me parecieron eternos. Ahí termina el recuerdo puntual. No sé cómo transcurrió la conversación en que me explicó que estaba grabando un nuevo cassette de Les Luthiers y que había estado llorando de la risa.

El cassette empezaba con la Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, de sus hazañas en tierras de Indias, de los singulares acontecimientos en que se vio envuelto y de cómo se desenvolvió, seguía con la Payada de la vaca y terminaba —”fueeeeeeeeeeee-ra de programa”, en palabras de Marcos Mundstock— con El Explica’o. El cassette pasó a hacer parte del patrimonio familiar, sumándose al único que teníamos y que me permitió descubrir joyas como Visita a la Universidad de Wildstone, La gallina dijo eureka, El asesino misterioso y La bella y graciosa moza.

La obsolescencia programada no estaba de moda todavía, así que tanto la cinta del cassette TDK como la del Sony resistieron impasibles las miles de reproducciones a las que las sometí a lo largo de los años. A lo largo de mi infancia memoricé las voces, las pausas, los diálogos, las inflexiones, los ritmos y las letras de las canciones. Más adelante, una cinta en VHS con la transmisión por televisión del Viegésimo Aniversario nos permitió engrosar el patrimonio familiar y me facilitó a mí ponerle una cara a las voces que venían acompañándome desde hacía tanto tiempo. También pude descubrir que las risas del público, que rompían con el silencio entre obras, se debían muchas veces a Daniel Rabinovich.

Para mí, Rabinovich era el más gracioso de Les Luthiers. Aunque sus compañeros me hacían reír, era Daniel quien me hacía llorar de la risa con mayor facilidad. Era mi preferido. A mis ojos, lo de él era ser el payaso del grupo, el torpe, el que remataba el chiste y el que, en muchas ocasiones, era el chiste. Lo de él era ser un niño, y creo que una parte del niño torpe que era yo, aquel que en muchas ocasiones era el chiste, se vio reflejado o por lo menos quiso sentirse identificado con Daniel.

Hoy se nos fue Rabinovich, y con él se murió un pedacito de mi infancia.

“Aquí termina la anécdota, pero él te mató. Da vía, da. ¡Pará! Más. (…) Pero el tema todavía da para más.”